19/2/09

Tuning y fiesta.com


Esta cronista fue en busca de los fanáticos del tuning, una comunidad formada por chavales que viven alterando la mecánica y electrónica de sus fetiches sobre ruedas en la más pura competencia de vanidad automotriz. Ellos aseguran que sus coches son más guapos que sus novias. Bienvenidos a la pasarela Frankenstein de los autos más guapos y furiosos.

El sujeto de los dedos mutilados que acaba de invitarme a subir a su coche cree que todo empieza y todo termina en el Batimóvil. Casi lo puedo ver, todavía niño, obnubilado por ese armatoste lleno de trucos, mezcla de carroza fúnebre y nave espacial, pero sobre todo símbolo de la superioridad tecnológica de Batman sobre el resto de los hombres. Y no me cuesta imaginarlo al volante a los once años, guiado por su padre como un Meteoro ibérico, contando los días para construir su propio y deportivo Match 5: un carro que al apretar un botón haga aparecer un pájaro robot que haga de paloma mensajera, o que por lo menos se convierta en submarino. De jugar a las carreras de autitos al placer de ser envidiado en un semáforo por conducir un coche tuning, hay sólo unas cuantas paradas.
Porque no existe nada más insoportable para un tunero –léase, esos locos del volante adictos a transformar sus convencionales maquinarias en singulares obras de ingeniería casera– que un auto sin misterio, un auto en serie, uno de esos modelos masivos consagrados por el gusto de la gente normal. ¿Por qué ceder ante lo ordinario si se puede aspirar a lo extraordinario? La respuesta parece estar en la caravana de inauditos automóviles que hace su ingreso al improvisado campo de exhibición de tuning en las afueras de Benicarló, un pueblo a tres horas en tren de Barcelona que alguna vez le dio la denominación de origen a la alcachofa. En España la actividad de los tuneros es abrumadora: la agenda de eventos es amplísima, sobre todo en las zonas rurales. Esta tarde, en la última concentración de tuneros del año en la península, dentro de la personalísima máquina bicolor del chaval de los dedos mutilados, pienso en Henry Ford revolcándose en su tumba. ¿Cómo iba a suponer míster Ford, cuando a principios del siglo xx introdujo la moderna técnica de ensamblaje en movimiento y germen de la producción serial de automóviles, que unos tipos, tan hijos de América como él, se instruirían en desmantelar su proyecto, cambiando lo estándar por lo bizarro y poniéndolo en boga?
El término inglés tuning significa, en la horrible jerga de los ingenieros automotrices, afinar, ajustar o entonar los componentes mecánicos y electrónicos de un vehículo. Alterarlo, primero, movidos por el bicho infecto pero tenaz de la velocidad. Segundo, empeñados en borrar las huellas de su omnipotente dios creador, digamos la Toyota, y convertirlo en obra personal de un tal Pérez. Para modificar la genética de un auto se valen de toda clase de artilugios, como hacer una cirugía plástica pero con la técnica Frankenstein, que incluya lavado de cerebro y cambio de sexo. Como si un filósofo deconstructivista se hubiera pasado a mecánico. Como si a todos los autos robados, reconstruidos con repuestos también robados, les agregáramos toneladas de glamour. El resultado: criaturas más personalizadas, rendidoras y rápidas. El del piloto sin dedos es el prototipo de auto modificado al capricho de su joven dueño: motor de Peugeot, aletas de Porsche, faros de CitroÎn y carrocería de Renault. Ha manejado toda la noche desde Madrid, lentamente y por los senderos más oscuros, para no ser visto por la policía, pues aún no ha oficializado las transformaciones hechas a su coche. Si lo cogen, le cae el cepo. Ha venido con una fotografía de su hermana –también policía– oscilando a modo de amuleto desde el espejo retrovisor, y una cachiporra incrustada de púas en el asiento del copiloto donde ahora yo estoy sentada, por si osan asaltarlo otra vez. Hace tres años intentaron robarle el auto. Le rompieron cuatro huesos, pero no consiguieron bajarlo de su calabaza convertida en carruaje. Cuesta tanto dinero hacer un auto tuning que hay que defenderlo con la vida.
De repente acelera, pisa hasta el fondo el acelerador y hace rugir el motor y escupir nubes de humo a su bullanguero tubo de escape. La respuesta es inmediata: la gente rodea el escaparate sonoro en el que estoy atrapada, pidiendo más ruido. Y él, a más observado más radiante, casi me contagia sus entrañas exhibicionistas. Lo veo saludar con aquellos dos dedos sobrevivientes. Lo veo transformarse en un coleccionista de miradas, regodeándose en los gestos delatores de sus colegas, adivinando sus más bajas pulsiones. Todos los participantes en esta tarde de tuning se comparan, se miden, se admiran o se desprecian con el mismo ardor. Todo vibra y hasta diría que levito unos centímetros sobre el asiento de piel. “¡Hazlo estallar!”, grita alguien. Presa del juego de la adulación, le comento que él es la atracción. “Gracias a Dios”, escucho antes de volver a quedar momentáneamente sorda.
Una estridente criatura, mitad amarilla mitad negra, rompe el monócromo panorama de la plaza central de Benicarló. Fue la primera aparición tuning de mi vida o la primera rociada de aceite humeante en mi nariz. Tomo un taxi hasta la explanada que está frente a un centro comercial. Al llegar, queda claro que quien manejaba el bólido amarillo y aceitoso de hace un momento era nada menos que C, el organizador del concurso, nuestro contacto para entrar en el mundo del tuning.
De inmediato me di cuenta de que, o adquiría algo de la personalidad de los dueños de esta clase de autos, colgaba lentes ahumados sobre mi rostro satisfecho y dejaba flotar mis cabellos al viento, o me excomulgaban de su iglesia de automóviles. Comencé por usar su jerga de limpiafaros, inyectores, caballos y centralitas. C me explica, piercing en la lengua, que ha comandado ya doce concentraciones de tuning. Es el típico tunero español, más preocupado por la carrocería que por la maquinaria, a diferencia de los magnates norteamericanos conocidos por su velocidad y potencia. Se gasta el ochenta por ciento de su salario de vigilante de un centro comercial en su coche, uno que fue un Hyundai cupé. Se ve bien su juguetito, que ya va por la cuarta transformación: un total de cuarenta y dos mil euros. C vive con sus padres, presentes en este importante día: un hombre mayor con Parkinson que se parodia a sí mismo cada dos minutos, y una mujer satisfecha de ver a su niño cambiar las carreras por los concursos de belleza. Porque, en suma, eso son las concentraciones (y las contradicciones) tuning.
Durante toda la tarde los jueces no han dejado de acercarse a los vehículos en competencia, midiendo con unos aparatos rarísimos el nivel de modificaciones mecánicas, aerodinámicas y estéticas de los coches: el corazón de la bestia –también conocido como motor–, la suspensión, los frenos, las ruedas, pero también la pintura, el diseño interior, la iluminación, los gráficos exteriores, el sonido y sus aparatos de entretenimiento. A diferencia de los corredores de autos, a los tuneros nadie les pide que le ganen a alguien por una nariz. Se les premia con trofeos por ser bellos y poderosos. Muchos ni siquiera llegan conduciendo, sino que trasladan sus coches en grúas sobre alfombras atigradas y con un enorme lazo de regalo sobre el techo. C solía amar la velocidad y participar en rallies. Pero ningún tunero que se respete –y respete su bolsillo– se atrevería a hacer correr esa pieza museística y asumir el riesgo de estrellar su hermosa figura. Nada que ver con los acaloramientos de Crash. Hay que vigilar hasta la marcha atrás para evitar porrazos. El auto de C duerme en la calle (no cabe en su garaje), pero rodeado de tres cámaras de vídeo y dos mastines insomnes.
Un coche tuning delata el buen o mal gusto de su dueño, dicen los aficionados. En la explanada de Benicarló hay coches discretos, verdaderos colosos y armas de destrucción masiva. Aunque la moda es ahora la elegancia, aún pueden encontrarse cincuentones llevando autos que más parecen circos ambulantes. Hacia el fondo está el ejemplo perfecto de un coche barroco-kitsch: ha oscurecido, la competencia de luces está en todo su apogeo y el auto de aquel señor de Andalucía refulge como un parque de diversiones. De hecho su maletero es la principal atracción de la noche, sobre todo para los niños: está decorado con juguetes tan cursis que, a su lado, esos perritos que bambolean sus cabezas en los taxis son una exquisitez: sistema solar con planetas de neón, estrellas fugaces, mariposas intermitentes, peluches y cascadas multicolores. En los asientos delanteros van dos fantasmas con máscaras de Scream. Y para rematar, sus sesenta y cinco trofeos sobre el techo. Además de los impresionantes juegos de luces, la mayoría tiene computadora, teléfono, televisor, Internet, Play Station y DVD dentro del auto. Algunos optan por pintar cómics en la carrocería y abundan los tapices dignos del salón de una fantasía futurista. Todo bajo el lema “Se mira pero no se toca”. Me neurotiza esa advertencia. Si acaso llegara a rayar alguna de esas preciosuras no sé qué serían capaces de hacerme. Por lo menos me tranquilizo a mí misma: ninguno de estos sujetos puede ser asesino porque jamás esconderían un cadáver sangrante en sus maleteros de lujo.
Cuál es el sexo de un auto? Quiero decir: ¿Consideran los hombres a sus coches como entes más cercanos a lo femenino o a lo masculino? ¿O más bien son afectos de tipo andrógino? ¿Los tratan como tratarían a un amigo o a una amante, a un hijo o a un perro querido? Lo digo porque llevo rato oyendo que los comparan con sus novias o los llaman “mi bebé”. Me pregunto si un auto puede despertar pasiones más fuertes que las humanas. Hablan de su espectacular parte trasera y su delantera perfecta, de su gran alerón o exclaman: “¡Qué tales patas!”. Dicen que gruñen como animales ante cualquier estímulo, que tienen branquias, que son bestias con corazón.
Hay algo muy freudiano en la obsesión por el tamaño de los coches. A los norteamericanos les gustan los autos grandes, enjabonarlos en la puerta de sus casas a la vista de todo el mundo, mientras que a los japoneses les gustan pequeños y compactos.
Tras una breve encuesta con los asistentes, podría extraer el siguiente decálogo de un verdadero tunero: 1. Mi auto es más que mi mujer, 2. Mi coche soy yo, 3. Primero el coche y segundo el coche, 4. Prefiero que me rompan la cara a que me rompan el parachoques, 5. Me halaga que le digan guapo a mi auto más que a mí, 6. No correré o si no lo pagaré caro, 7. Todo lo que gano es para mi coche, 8. Nadie aparca mi coche por mí, 9. Dejad que las niñas se acerquen a mí (aunque sea por mi coche). Cuando estaba a punto de llegar al punto 10 –el tunero perfecto–, conocí a Bom Bom, a quien llaman así por su potente equipo de audio.
Bom Bom es un tío gordo de bigotes largos. Dice que viene conduciendo desde Rumanía y que se ha traído un souvenir: Estela, una silenciosa rubia de pelo corto. Finalmente, enuncia su razonable aporte al decálogo del tuner verdadero: 10. “Las novias y los coches no se dejan a nadie porque te los joden”. Pero no todos comulgan con este décalogo. “Acerca del punto 9 –discrepa otro– debo decir que a mi mujer la conocí cuando tenía un auto que se caía a pedazos. Yo sí puedo estar seguro de que a mí no me quiere por el coche”.
Hablamos de esa asociación espontánea entre automóviles y mujeres, algo que tiene que ver con la transmutación léxica de hembras a embragues. Hasta empiezo a cuestionar mi presencia en este frío descampado cuando ya cumplo ocho horas seguidas conversando con tuneros, intercambiando cigarrillos y admirando sus máquinas luminosas.
Todas las revistas de tuneros tienen una “chica tuning” en la portada y un póster desplegable que suele llevar provocadoras lapidarias del tipo “no apto para chicos rápidos”. Estoy aquí con la ex chica tuning del vecino pueblo de Vinaroz. Cuando ganó era verano, al borde del mar, y ella estaba en biquini. No como ahora, con ropa gruesa a cinco grados al aire libre. Hacer esta crónica es casi un pretexto para meterme en su coche y aprovechar su calefacción. Tiene un mechón rosado que corta su frente en dos. Asegura tener su propio auto tuning, aunque por ahora se luzca en el BMW, también tuning, de su novio. Ella, que trabaja en la sección de pescados de un supermercado, le decoró los tapices y el maletero. Tomo conciencia de que preparar la carrocería para una concentración de éstas puede ser tan emocionante como ponerse guapa para una fiesta.
¿Qué es un auto tuning sino un coche maquillado pero inteligente? Antes de desaparecer en los laberintos del centro comercial para irse de compras y dejarme otra vez a la intemperie, la ex chica tuning me confiesa que le gusta el tuning porque ella y su novio viajan y ven cosas nuevas. Le gusta además porque pueden hacer lo que les plazca en el auto, incluso dormir y hacer el amor. Eso sí: “Si le mancho el coche, me mata”. Lo único que no hacen adentro es comer papas fritas. ¿Después quién lo barre? Dormir en el auto tuning es una de las tradiciones más arraigadas para sus errantes fanáticos. Como van de pueblo en pueblo en busca de competiciones, no siempre hay un estacionamiento decente o un garaje de confianza. Así que estos súper coches también son súper camas y moteles rodantes.
Bueno, es la una de la madrugada y el único tunero que en vez de cuatro tiene seis ruedas me ha invitado a dormir en su auto. Se pasea en su silla de ruedas por entre los autos molestando a todo el mundo. A los ocho años tuvo una enfermedad que lo dejó paralítico. El coche está adaptado completamente a sus especiales características físicas: el embrague está en la palanca de cambios. Luego de darme varias vueltas me deja amablemente en la puerta de mi hotel. Esta noche hay que acostarse temprano porque mañana es el premio. Hay historias que parecen no tener clímax, como los cuentos de Raymond Carver. …sta debe de ser una de esas historias.
Existen tres tipos de tuneros: 1. El que hipoteca hasta sus calzoncillos, 2. El hijito de papá y 3. El traficante. No lo estoy inventando, me lo dijo un tunero. Los primeros son los más. Además de jóvenes egocéntricos (todos lo somos) que viven la vida (todos la vivimos), el común denominador de la mayoría de chicos regados por el mundo y que comparte esta fiebre es formar parte de la clase trabajadora, al menos el grueso de los que han venido a Benicarló. Son obreros, vendedores, empleados, piezas de recambio de la gran maquinaria. Sujetos como los de El club de la lucha, que comienzan a vivir intensamente en periféricos encuentros cuando salen de sus oficinas y negocios, trepan en su coche de fantasía y se ven dueños de una identidad nueva y electrizante. Dejan de ser uno más del montón y ganan estatus gracias a sus autos fuera de serie. Como en todo, algunos son genuinos y otros no tanto. Si el Batimóvil es el triunfo de Batman porque él mismo lo construyó, de igual manera el auto tuneado es para ellos no sólo la proyección de su imagen sino también su obra maestra.
Una noche un tunero me confesaba ya en avanzado estado etílico: “Soy feliz cuando meto las manos en la grasa, en la fibra y la masilla, cuando me araño con las piezas, no hay nada más estremecedor”. Ya entiendo por qué todos tienen las manos destrozadas. Pero además, todos tienen la reproducción de su auto en miniatura sobre el tablero, claramente en homenaje a su perdida niñez masculina y a los autitos de juguete. Los tuneros son, de alguna manera, niños que quieren seguir jugando. Sin saberlo, cuando de pequeños ponían plastilina debajo de las ruedas o pintaban el chasis de sus cochecitos para hacerlos más pesados, más rápidos, más suyos, ya hacían tuning.
Aunque no todo es tan idílico: el tuning también es una competencia de clubes y de marcas, de empresas comercializadoras de repuestos, faros, tapices y equipos de sonido. Como está probado que los autos venden y mucho, la moda comienza a inflarse. Pero todavía no hay premios exuberantes como en las carreras. Y tanto el público que acude a estas exhibiciones como los propios tuneros, están ya un poco hartos de ver los mismos coches de siempre y de recibir trofeos que no valen nada, salvo para lucirlos en el capot en eventos cuyo máximo fin es venderles un nuevo parachoques psicodélico.
En la clausura del domingo, el tunero sin dedos ganó un trofeo. Fue uno de los Top Veinte. El organizador lee los nombres de todos los ganadores y les entrega una vil copa de diez centímetros. A comida hecha, amistad deshecha: los tuneros hacen funcionar sus potentes motores, que si para algo sirven es para ayudarles a esfumarse –literalmente– cuando ha llegado la hora de hacerlo. Uno quiso despedirse haciendo patinar las llantas y desató más de una emergencia respiratoria (yo fui una de las víctimas). La pista va desocupándose e intento que alguien me lleve pero éste debe ser el autostop más estúpido de la historia (es como pedir que te den un paseo de cinco minutos en un crucero de cinco estrellas).
Cuando me vine a Barcelona abandoné a mi gato, a mi marido y a mi auto. Ahora sólo he recuperado a mi marido. Tras romper tres pares de zapatos a paso ligero, perder el último metro de cada día, viajar con cinco kilos de abrigo encima en el repleto autobús nocturno o pugnar por un taxi libre, he logrado entender por fin a estos chavales que ponen a sus guapas novias por debajo de sus guapos coches. ¡Y extraño mi Daihatsu del 92 [el del quinto centenario del Descubrimiento de América]! El único rasgo de su personalidad era un Che Guevara prendido del espejo retrovisor (y hoy no hay nada tan impersonal como un Che Guevara).
En calidad de peatón en una fiesta sobre ruedas, he sido condenada a andar bajo la lluvia hasta otro pueblo aún más perdido de España. Porque aquí nadie se detiene, maldita sea: temen que deje estampadas mis huellas de barro en sus tapices. Me gustaban tanto esos autos, casi tanto como si fueran míos, pero no lo son. Me pongo a cantar una canción adolescente de los Hombres G, y no hay limpiaparabrisas para secar mis lágrimas. De pronto un auto se detiene. Sí, es un milagro. No, es un ecuatoriano que ha emigrado a España para trabajar como frutero en Benicarló. Su coche no será tuning, pero al menos rueda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Bienvenid@ a la Fiesta :)